Eterno viajero
Últimamente crece en mí la sensación de estar siempre viajando, sin acabar de llegar a ningún lugar en específico, un trayecto que no termina nunca y que sin embargo transcurre apresuradamente. Pareciera que aún en los momentos en que no tengo un boleto de autobús en la mano, es solo porque preparo mi equipaje o voy en camino a la siguiente parte del itinerario. Viajando de día y de noche, distancias largas o cortas, estancias breves o prolongadas, de ciudad a comunidad, de escuela a escuela.
La semana comienza con los preparativos, siempre abundantes y nunca del todo terminados, equipaje y encargos, tareas y encomiendas, que se agrupan incesantes ante la imposibilidad de terminarlos en tan sólo un par de días. Después vienen las visitas, paradas técnicas y “refaccionarias” que me brindarán los recursos para subsistir la semana que recién se asoma. Por la noche, muy noche o más bien muy temprano dependiendo de cómo se considere, comienza el traslado nocturno, con sus cinco horas al menos, de incomodidad y falta de descanso en el que los asientos de autobús martirizan mi espalda y mi cuello, burlándose de mi falta de pericia para dormir sentado.
Así, al llegar a la primera parada del viaje, guardo la improvisada almohada y comienzo el cambio de vestimenta para intentar acomodarme al caluroso cambio de clima. Mientras camino hacia la terminal de segunda y espero la primera corrida el pueblo, que es la siguiente fase del recorrido, me cruzo con personas cuyas caras reflejan el momento adormecido y aletargado del día que apenas comienza. Es curioso observar a tanta gente movilizándose a esa hora, muchos son maestros, que, como yo, han de viajar cada semana para llegar a su lugar de trabajo, muchos otros son comerciantes o campesinos para quienes la faena comienza mucho antes de despuntar el alba, aún así, el sopor matutino no conoce de profesiones o intenciones y acabamos todos dormitando o cabeceando al menos, en nuestros asientos del autobús.
Al llegar al pueblo, me encamino a la parada de los taxis de sitio, a esperar que se junten los pasajeros necesarios para la corrida, proceso que puede demorar desde unos minutos hasta un par de horas según sea el día de la semana, quincena o de plano la suerte que me acompañe en ese momento. La duración del viaje en taxis de sitio va desde una hora y cuarto, a una hora con cuarenta y cinco minutos de pendiendo de la pericia o estado de animo del conductor, el trayecto es una suma de olores y apretujones, en la que los pasajeros nos quedamos dormidos a pesar de los múltiples brincos ocasionados por la condición del camino. Al llegar a la comunidad paso al cuarto a dejar mi mochila y me dirijo a la escuela a dar clases, en el transcurso de la mañana deberemos hacer lecciones, actividades o el no muy apreciado acto a la bandera (debo aceptar que nadie se siente muy nacionalista los lunes por la mañana), esperando a que llegue el receso y con el un rato de descanso y los alimentos de la mañana para proseguir con las clases que faltan. Al terminar me retiro al cuarto y duermo por el resto de la tarde, despertando solo comer algo y preparar las clases del siguiente día. La semana transcurre más o menos de la misma manera, cambiando a veces por las reuniones de “trabajo” (terapia ocupacional diría yo) a que nos cita la confundida directora, o los ratos en que visto a los profesores y profesoras de la primaria y el telebachillerato, compañeros de lejanía y profesión con quienes comparto cena y ratos de conversación, pero aún así todo esto se convierte en rutina en tan solo un par de semanas.
Por fin, llega el último día laboral de la semana y aunque me apresuro a tener todo listo para salir con premura, estoy a merced de los taxistas de estos lugares. Y digo merced porque lo mismo pueden tardar media hora que tres horas, y lo mismo pueden llevar lugar que venir llenos con lo cual tendré que esperar por mas tiempo o buscar el auxilio de un raid, provisto por algún conductor compadecido, ya sea el del gas, de la pipa de la Nestle o un ingeniero con camioneta de redilas que llegue a pasar por ahí.
Cuando por fin llego al pueblo, deberé correr y tomar el camión que me lleve a Acayucan (en este momento se presenta algo insólito, una vez arriba del autobús, deberán pasar de 10 a 15 minutos para que salga del pueblo, o sea avanzar por 6 cuadras de calles sin demasiada circulación), donde buscare la corrida más próxima a Xalapa o en su defecto al puerto de Veracruz donde deberé trasbordar para llegar, por fin, a mi ciudad.
La llegada siempre es de noche y solo me brinda un par de horas para atender mis asuntos, tras de lo cual podré darme un baño y dormir “como se debe”. El sábado me despertare temprano para asistir la mayor parte del día, a una escuela, que si bien no es de mi gusto e interés, me es indispensable para conservar la plaza que desempeño.
Las materias/clases van desde lo más absurdo y aburrido a lo interesante y pertinente, pero aun así se llevan consigo toda la mañana y media tarde, tras de lo cual tendré unas cuantas horas antes de que el cansancio me agote así como agoto la semana que esa noche termina. Y así, sin mas, no habré terminado de llegar cuando tenga que partir de nuevo.